Silencio. Bruma. Oscuridad... Un minuto. Dos minutos. Tres minutos... ¿Qué es el tiempo? Relojes que avanzan, días que pasan, soles que se alzan, deseos que se cumplen, ilusiones que se rompen en pedazos, mueren tras la lenta agonía de una inexorable muerte, y que ahora son meros cadáveres pudriéndose al sol de un amanecer extinto, frío, mortecino y gris... Así es el tiempo: una procesión de vidas, de historias que arden como la pólvora y que se consumen hasta ser cenizas que se llevará el viento, y que algún día se borrarán hasta de la memoria.
Hubo una vez en la que yo fui una mujer feliz, que creía tenerlo todo. Belleza, felicidad y poder. Un esposo que me amaba, unos hijos que adoraba y que me adoraban, una vida construída, sobre férreos cimientos inamovibles. Todo era perfecto, perfección absoluta y hermosa, de una vida idílica. Todo... Hasta que apareció ella retazos de algodón oscuro mancillando la inmensidad azul que se tiñe de añil de la bóveda celeste. Me detengo a mirar aquella casa, la Camino por Hogsmeade. La baja niebla cae al mismo tiempo que el sol, despacio, lentamente. El cielo está salpicado de algunas nubes, que vio crecer a mis hijos. Mis hijos... Un escalofrío me abraza y me envuelvo con mis propios brazos, apretando mi capa de color violeta contra mi cuerpo. Una Aeterna, tallo de hierro, corazón de piedra, que ha matado a personas cuyo rostro aún no he olvidado, que ha disfrutado con el tormento de la carne causado bajo mi poder y voluntad... Yo, que a tantos he puesto de rodillas, que a tantos he sometido...
Yo, una Aeterna, letal, pérfida, fiel a la causa por encima de todo, y que ahora está rota porque sus hijos no la llaman madre... Porque sus hijos la odian. La repudian. La han olvidado... Una ráfaga de viento ondea mi capa. La casa está abandonada y gris, deshabitada y sola, sus cimientos están fríos, tanto como mi carne y mi alma. Miro hacia la ventana que da al cuarto en que tantas noches pasé en vela sentada al filo de la cama de mi hijo cuando éste estaba enfermo, en aquellos momentos en que era mío y yo cuidaba de él.
Me cubro el rostro con las manos recordando la dulce sonrisa que mi Damen me dedicaba cada vez que le cantaba en voz baja mientras peinaba su pelo con mis dedos, esperando a que el sueño se sentara con él en su cama. Mi hijo... Mi amado hijo... Mis manos cubren mi cara, pero no pueden abarcar mi dolor, un dolor que hasta se hace físico, la sensación que algo me arranca las entrañas con una cizalla al rojo vivo... Él era mío... Mío... Aprieto los puños apartándolos de mi cara. Miro a esa ventana, me devuelve la soledad lóbrega de una casa tan vacía como yo... Era mío hasta que llegó ella y me lo quitó... Ella, Eliza Roberts... Ni muerta se ha ido del todo. Sigue ahí, y ahora que no está en el mundo, es más suyo que nunca. Maldita...Maldita...Siete veces siete seas maldita...Por mil años maldita, por cien generaciones maldita... Aunque te reencarnes y vivas otra vez... Seguirás maldita. Yo te maldigo, con la arrasada soledad de mi muerte en vida, desde la matriz muerta que albergó a unos hijos para los que ya estoy muerta... Yo te maldigo por todo el daño que me has hecho... Maldita... Maldita... Mil veces seas maldita... Tras morir un poco más de lo que ya lo estoy, me alejo de mi casa, adentrándome en el bosque. Soy una loba a la que los cazadores furtivos le han robado a sus cachorros. Vieja. Sola. Muerta. Así camino, sintiendo dolor en el vientre que los albergó y frío en los pechos que les amamantaron...
Me voy arrastrando algo más que la capa violeta que me guarece del frío, apareciéndome en otro lugar El Callejón Diagón al anochecer. Echo la capucha de mi capa para no ser vista. De soslayo veo un cartel y me detengo ante él Veo el rostro de Anceps y una oleada de repulsión hace que apriete los dientes al verle como si fuera un vulgar maleante... Malditos aurores... Persiguen a quienes solo quieren lo mejor para el mundo. Sigo mi camino y miro a la tienda a la que no oso en acercarme Veo a mi hija a través de los cristales. Vera sonríe, pero solo por fuera. Por dentro está rota. Si no fuera por ella, Damen me habría perdonado. Por un momento tengo la tentación de entrar. Entrar y pedirle perdón de nuevo, que comprenda que ella habría hecho lo mismo... Pero no lo hago. Con el nudo en la garganta, doy media vuelta y sigo mi camino, desapareciéndome del Callejón Diagón...
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